Sobre el cansancio

Ilustración de Owen Gent.

En muchos de los talleres que imparto en escuelas e institutos, cuando pregunto a alumnos y alumnas cómo están, muchos responden que están cansados. Ante ello, un gran número de docentes, padres y madres, se preguntan, sorprendidos, cómo pueden estar tan cansados.

Pero, ¿cómo no van a estarlo si se pasan prácticamente toda la mañana sentados bajo una mirada que evalúa constantemente lo que hacen y cómo lo hacen, que juzga su comportamiento y su forma de ser, para luego llegar a casa y tener un poco más de lo mismo?

Vivimos en una sociedad adultocentrista, esto es; dejamos muy poco espacio para aquello que es propio de la infancia y la adolescencia y de las necesidades orgánicas de esas edades.

Algo característico del adultocentrismo es el haber silenciado el cansancio. Llevamos vidas cansadas, pero la mayoría no nos enteramos de hasta qué punto nos pesa el modo de vida que llevamos en esta sociedad hipermoderna en que la producción y el éxito se imponen al placer y el descanso, hasta que no nos asalta la ansiedad o cualquier otra cosa.

Por otro lado, estamos aniquilando la curiosidad, la creatividad y la capacidad de asombrase de los niños cada vez que les presionamos para que encajen en los moldes preestablecidos por la sociedad y la familia. Les decimos que sean ellos mismos a la vez que les corregimos si se salen de esos parámetros que consideramos correctos o apropiados. Y esa incoherencia es angustiante, y asfixia el impulso natural de adentrarse en el misterio que es la vida para descubrirse a uno mismo en ella.

Aquí podríamos preguntarnos qué podemos hacer al respecto, pero antes de esta pregunta debemos preguntarnos lo siguiente: ¿queremos hacer algo para convertirnos en seres coherentes y lograr un mayor bienestar en nuestras vidas, o queremos seguir manteniendo la incoherencia y así encajar en esta sociedad enfermiza?

Lo segundo es más fácil, puesto que ya estamos encarrilados en esta vía. Lo primero es más difícil, porque significa transformar el paradigma que venimos construyendo desde hace siglos y, eso, implica estar dispuestos a sentir cierta incomodidad, esa incomodidad que venimos evitando casi toda la vida.

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