El sentido de la vida y los juramentos en la infancia
El sentido de la vida, para mí, no se presenta como algo misterioso. El sentido de la vida para mí no es otro que vivir la vida, sentir la vida, vivir una vida sentida. A qué me refiero con eso: me refiero a dejarme afectar por la vida, dejarme tocar, dejarme acariciar, dejarme golpear, en vez de cerrarme como hacemos tan a menudo. Porqué cuando nos cerramos a vivir según qué cosas, dejamos de sentir, y para mí, dejar de sentir es, en cierta manera, dejar de vivir. Algo se pierde cuando nos cerramos a la vida, y no importa aquello a lo que nos cerremos. No importa si nos cerramos al dolor, si nos cerramos a la tristeza, si nos cerramos a la rabia, al miedo, a la alegría, a la felicidad... Opino que gran parte del sufrimiento humano tiene su origen, precisamente, en este hecho, en vivir con el corazón cerrado a la experiencia.
Si cuando tenías cinco años te ganaste un guantazo por estar alegre, es muy probable que aprendieras a cerrarte a la alegría. Quizás no hiciera falta un guantazo, quizás bastara con ser parte de una familia en la que el ambiente que reinara fuera de decaimiento, de tristeza, de poca vitalidad. También podría ocurrir que en un ambiente como el anterior, uno se otorgara el papel de ser la alegría de la casa, el responsable de hacer felices a papá y mamá, y que de esta manera, lo que aprendiera a hacer fuera cerrarse a la tristeza, o la rabia, en vez de a la alegría. Y es a esto a lo que me refiero con los juramentos en la infancia.
Por miedo a perder la pertenencia al grupo –la familia principalmente–, nos pasamos la infancia haciendo juramentos como los anteriores. El miedo a perder la pertenencia, el vínculo con el grupo, es un miedo arcaico, un miedo que está en nuestros genes, ya que sin el grupo, sin el soporte colectivo, ya sea de nuestros padres o de alguien que cumpla su función, no sobreviviríamos. Somos seres relacionales, y como tales, nuestro crecimiento y desarrollo dependen de las relaciones y los vínculos que vamos estableciendo. El problema con el que nos encontramos, como cabe suponer, es que hay relaciones y vínculos que, si bien nos ayudan a sobrevivir, a veces no nos ayudan a crecer y a desarrollarnos de manera óptima, respetando nuestra unicidad y autenticidad, nuestra manera de ser, o a potenciar aquello que traemos al nacer. Y para un niño, para una niña, aunque parezca extraño, la pertenencia es más importante que el bienestar, la salud o la felicidad. Es como si dijéramos: “haré cualquier cosa para no perder el amor de mis padres, cueste lo que me cueste”. Y ese coste, en general, suele ser muy alto.
Es ante el miedo de perder la pertenencia cuando, más inconsciente que conscientemente, empezamos a hacer juramentos y a firmar contratos como los anteriores, o como estos que siguen, por poner otros ejemplos:
seré una niña alegre y así mis padres serán felices
seré un buen niño y así no daré problemas a nadie
seré el mejor en todo lo que haga y así los demás verán que valgo
no volveré a mostrar afecto y así no viviré el dolor de ser rechazado
no pediré ayuda nunca más y así verán que soy fuerte
no exploraré mi sexualidad y así seré una persona sucia
me sacrificaré por las demás y así me tendrán en cuenta
me haré invisible y así mi existencia pasará inadvertida
no expresaré mis necesidades y así no molestaré a nadie
Hay tantos contratos como personas en el mundo. Ahora bien, aunque parezca que estos pactos se hagan con el otro (padre, madre, etc.), en realidad los estamos sellando con nosotros mismos: “yo, Omar, me juro solemnemente no volver a llorar nunca más”. Este fue uno de mis juramentos, como el de tantos otros hombres, y lo mantuve durante muchos años. Estoy seguro de que mis padres no habrían dejado de quererme si hubiera vuelto a llorar ante su presencia, pero el miedo a que no me quisieran que sentí en ese momento era tan grande, y mis recursos de niño tan limitados, que eso fue lo único que pude hacer: cerrarle el corazón a mis lágrimas, sin saber que con ello también se lo estaba cerrando a mi vulnerabilidad, a mi dolor y a mi capacidad de percibir la tristeza.
Poner en riesgo la pertenencia es la mejor baza que podemos jugar si queremos que el otro haga lo que nosotros queremos que haga. Y esta es una baza que los adultos –padres y madres principalmente–, jugamos una y otra vez con nuestros hijos e hijas. La forma más común de jugarla es través de las amenazas y los castigos, y no solo los gritos, los cachetes, las collejas o los bofetones son maneras de amenazar y castigar. El silencio, la indiferencia, el desdén, pueden doler igual, o incluso más, que un grito o una bofetada. Porque como he dicho, para un niño o una niña no hay nada más doloroso que sentir que puede perder a su padre y a su madre. Esto me lleva a poner de relieve que, desgraciadamente, no crecemos desde la aceptación de tal y como somos, sino desde el miedo de que nos dejen, precisamente, por ser tal y como somos. Y no es un miedo que quedara atrás, sino que sigue estando presente hoy en día, sobretodo en nuestras relaciones actuales, ya sean de pareja, familiares del tipo que sea, de amistades o incluso en el trabajo.
Para recuperar el sentido de la vida, necesitamos volver a abrirnos a la vida. Abrirse a la vida significa volver a confiar en la vida como cuando éramos un recién nacido y éramos sostenidos casi como por gracia divina. Abrirse ala vida, aprender a confiar de nuevo, es un proceso que conlleva tiempo y que desde mi punto de vista debe llevarse a cabo poco a poco, con mucho cuidado y mucho respeto por esas heridas que quedaron desatendidas en nuestro cuerpo y nuestra alma. Un punto del proceso pasa por ver el sinsentido en el que estamos viviendo. Para ello, es importante revisar todos estos contratos que firmamos, los pactos y los juramentos que nos hicimos, para darnos cuenta de que, sino todos, la mayoría caducaron hace tiempo. Esto es lo que nos permitirá actualizarnos, ubicarnos en la actualidad, en el presente, en lo que estamos viviendo aquí y ahora. Ese juramento, en su día, tenía su sentido, su razón de ser, es lo que pudimos hacer con los recursos que teníamos en aquel momento. Sin embargo, hoy, es muy probable que tenga otros recursos, y que aquel mecanismo que utilizamos ya no sea necesario.
Para terminar, siento que quiero explicar, o justificar algo más bien, para que no se malinterprete todo lo que he dicho. Cuando hablo de abrirnos a la vida no estoy diciendo que debamos de aceptarlo todo. Es decir, si por ejemplo alguien está viviendo un acoso, no se trata de quedarse ahí sin hacer nada. Cuando hablo de abrirnos a la vida, me refiero a hacerle espacio a aquello que estamos experimentando en este preciso instante, en el momento presente, aquí y ahora. Entonces, si vuelvo al ejemplo anterior y estoy viviendo un acoso, me abro a sentir aquello que me está sucediendo, a aquello que estoy sintiendo, a aquello que estoy viviendo, ya sea miedo, rabia, impotencia, dolor, ira. En ningún momento hablo de quedarme ahí parado y dejar que me sigan acosando. Y con esto espero aclarar las cosas si alguien se había ido por otro camino.
Gracias.