Avatar 2 y los padres narcisistas
El otro día vi Avatar 2, dirigida por James Cameron. No me acordaba de la primera, aunque tenía el recuerdo de que no me había gustado demasiado. Aún así, quise verla.
Tres horas de peli. Un montón de efectos especiales de la hostia y un guión hollywoodiense de esos de copia y pega. Suerte de las palomitas, las chuches y la compañía. A ratos me dan ganas de salir pitando, pero mi pasado como cineasta me pide que me queda, por si acaso, porque nunca se sabe… Pero lo cierto es que hay un sinfín de cosas que no me gustan nada, algunas de ellas tienen que ver con lo cinematográfico, otras, con los mensajes subliminales –y no tan subliminales–, con los que James Cameron, director y escritor (junto con Rick Jaffa y Amanda Silver) bombardea al espectador a través de distintos personajes, pero principalmente, a través del protagonista, Jake Sully, un supuesto héroe.
Entre la primera y la segunda entrega, Jake Sully se ha dedicado a tener hijos, tres concretamente, y también ha adoptado a una cuarta. Hay tantos eventos en la cinta que me cuesta hallar la trama principal. Sin embargo, una de las tramas más fuertes, gira entorno a la paternidad de Jake Sully. A simple vista uno podría decir que encaja con el concepto que tenemos de “padrazo”. Juega con sus hijos, les lleva a descubrir el mundo, les enseña a cazar, a montar en bichos voladores, a trepar árboles, etc. Un padrazo, sí, que sigue obedeciendo a muchos de los cánones de este sistema patriarcal. Ni pizca de labores de casa, ni pizca de contacto con el espectro emocional, ni pizca de respeto por la forma de ser de sus hijos.
Poco a poco, si prestas atención, te vas dando cuenta de que es incapaz de ver a sus hijos más allá de su propia imagen, es decir, quiere que sus hijos sean como él, o que sean lo que él espera de ellos. Aunque tengan que morir en el intento. No es ningún secreto que sus hijos no se sienten vistos por él (lo verbalizan en distintas ocasiones), y en las tres horas que dura el metraje, estos no paran de esforzarse por agradar a su padre, por estar a la altura de las expectativas. Hay una conversación entre dos de sus hijos en la que el menor, después de sentir que ha fallado a su padre por hacer lo que él en realidad deseaba, le dice al mayor que siente no ser perfecto como él. El mayor, tras un silencio con el que empatiza con su hermano, le confiesa que él se siente del mismo modo. De hecho, el mayor muere sin poder reparar esta herida de insuficiencia, de sentirse un fracasado, de no estar a la altura de lo que su padre espera de él.
Yo creía, fantaseaba, que al final de la película, Jake Sully descubriría su ceguera, que el arco de su personaje terminaría en el punto en que se da cuenta de que no permite que sus hijos sean ellos mismos, y que les animaría a tal cosa. Pero no: cuando al final, su hijo menor le salva de morir ahogado, Jake le mira y le dice: “ahora sí te veo”. Es decir, cuando el hijo finalmente logra encarnar la imagen que su padre espera de él –la de un héroe sacrificado, porqué el hijo también va a poner en riesgo su vida–, entonces sí le puede ver. Y no lo muestran en forma de crítica, sino de logro. Es como si le dijeran a los espectadores: “ven, al final el hijo ha logrado su propósito, ha logrado que su padre le acepte y se sienta orgulloso”. El problema es que ese no era el propósito del hijo (que tenía, que podemos observar en el film, otros intereses). Ese era el propósito del padre. Así que el final no hace nada sino que reforzar la neurosis de ambos.
Esto también ocurre fuera del cine. Está al orden del día: padres fotocopiadora que esperan que sus hijos sean una extensión de sí mismos, e hijos intentando no defraudar a sus padres. El mundo está lleno de hombres y mujeres renunciando a su autenticidad y libertad de ser con la loca intención de hacer felices a su padre y a su madre, de que se sientan satisfechos. Y esto, desde mi punto de vista, se ve reflejado en la mayor desorientación existencial de todos los tiempos: gente sin saber qué hacer con su vida, preguntándose quienes son, pero la mayoría sin salir a buscar una respuesta.
Llega un momento en que somos los hijos quienes tenemos que poner límites a nuestros padres, decirles “hasta aquí”, “iros un rato de paseo” o “ahora decido yo”. Es importante estar agradecidos por todo lo que han podido hacer por nosotros, por todo lo que sí nos han podido dar, pues nos pone en nuestro lugar de hijos respecto al suyo, de padres. Y al mismo tiempo, debemos entender que no les debemos la vida ni cualesquiera otras cosas que nos dieron. Por otro lado, opino que cuando nos convertimos en padres, tendríamos que celebrar que nos salgan hijos rebeldes, que nos contradicen, que nos ponen en duda, que no hacen caso de todo lo que les decimos y que intentan descubrirse más allá del mundo que nosotros podemos ofrecerles. Pues eso, a no ser que haya algo patológico de por medio, a mi saber es un indicio de que, suerte la nuestra, tenemos unos hijos que apuestan más por sí mismos que por lo que nosotros proyectemos, consciente o inconscientemente, en ellos. El tema está en que, para que nuestros hijos apuesten por ellos mismos, nosotros tenemos que apostar también por lo nuestro, poniendo la distancia necesaria, adecuada, respecto a nuestros padres.
En fin, aquí os dejo con esto. Es hora de cenar y esta noche me toca comerme unos cuantos de mis juicios.